De Cristo docético, nada
Mi padre había planeado mi sacrificio final sin tiempos muertos. El, en Su Egoísmo Infinito, había dispuesto que, tras expirar en la cruz, mi cuerpo resucitase cuando aún estaba caliente. Pero yo me negué. Había padecido lo indecible, y estaba exhausto, exangüe. Quise conseguir una semana de moratoria, de muerte, para descansar, pero Él se negó en redondo. En una semana, dijo, cualquier falso profeta hubiese reclamado la atención del vulgo desesperado. Ni seis días, ni cinco ni cuatro. Tres días de tranquilidad fue todo lo que pude conseguir. Bueno, técnicamente eran dos, porque el Sabbath no contaba por motivos obvios. Pero Mi padre, en su Refinado Sadismo, se había reservado su parte del pacto.
Durante los tres días en los que mi cuerpo murió, yo quedé encerrado en él, para hacer acto de conciencia, palabras de Dios, en aquella carcasa sanguinolienta, almizclada y llena de heridas, cortes y moratones. Desistí de buscar algún sentido a Su parecer. Después de todo, fue el mismo que casi hace que Abraham matase a Ismael, su primogénito. Aunque sí la más cruenta, esa parte no era la más cruel de aquel acuerdo unilateral: lo verdaderamente cruel fue que hizo que Abraham caminase aquellos tres días, hacha en mano, sin cruzar palabra alguna con su hijo.
El cuerpo humano se enfría con inusitada rapidez. En pocas horas me refugié en el cascarón de aquella alma y esperé aterido a que el cuerpo comenzase a acartonarse. Fui consciente del beso de la Magdalena, y de que mis propios apóstoles rebuscaron entre mis ropas en busca de algo de valor. Uno de ellos rasgó mi calzón, dispuesto a sacar buen provecho de la reliquia.
Cuando la sangre se solidificó en las venas el cuerpo pareció encoger, y yo con él. Ese cuerpo, que fue mi cárcel durante tres soles y tres lunas, sólo por el Santo Capricho de Mi padre. Él, que tiene en el cielo una porción de infierno, para que ninguno de los que a Él llegan olviden dónde pueden acabar si le contravienen. Yo he estado allí, y puedo asegurar que Mi padre es bueno cuando hace el bien, pero es un verdadero demonio cuando ejerce de Satanás.
Durante los tres días en los que mi cuerpo murió, yo quedé encerrado en él, para hacer acto de conciencia, palabras de Dios, en aquella carcasa sanguinolienta, almizclada y llena de heridas, cortes y moratones. Desistí de buscar algún sentido a Su parecer. Después de todo, fue el mismo que casi hace que Abraham matase a Ismael, su primogénito. Aunque sí la más cruenta, esa parte no era la más cruel de aquel acuerdo unilateral: lo verdaderamente cruel fue que hizo que Abraham caminase aquellos tres días, hacha en mano, sin cruzar palabra alguna con su hijo.
El cuerpo humano se enfría con inusitada rapidez. En pocas horas me refugié en el cascarón de aquella alma y esperé aterido a que el cuerpo comenzase a acartonarse. Fui consciente del beso de la Magdalena, y de que mis propios apóstoles rebuscaron entre mis ropas en busca de algo de valor. Uno de ellos rasgó mi calzón, dispuesto a sacar buen provecho de la reliquia.
Cuando la sangre se solidificó en las venas el cuerpo pareció encoger, y yo con él. Ese cuerpo, que fue mi cárcel durante tres soles y tres lunas, sólo por el Santo Capricho de Mi padre. Él, que tiene en el cielo una porción de infierno, para que ninguno de los que a Él llegan olviden dónde pueden acabar si le contravienen. Yo he estado allí, y puedo asegurar que Mi padre es bueno cuando hace el bien, pero es un verdadero demonio cuando ejerce de Satanás.