Lázaro
-Levántate y anda.
Pronuncié las palabras con seguridad y firmeza. No muy alto, ya que éramos tres personas en la habitación, pero sí lo suficiente como para que lo oyeran las gentes que se habían agolpado en la ventana.
Le había hablado a algunos de mis seguidores de mi próximo milagro, y ellos se habían ofrecido a anunciar la buena nueva. Un poco de público no me iría nada mal, tal y como se estaban desarrollando los acontecimientos.
Pude ver cómo el hálito vital de Lázaro volvía renqueante a su cáscara todavía vacía. Le mostré el camino de entrada, y sólo yo pude ser consciente del temblor imperceptible que recorrió el cuerpo del ya no muerto.
Sentía la expectación que el milagro estaba despertando en la chusma. No todo el mundo seguía aún mis enseñanzas. Por eso me prestaba a tan fatuos juegos de prestidigitación.
Son las desventajas de nacer Hijo del Altísimo.
Repetí la orden:
-Levántate y anda.
Noté cómo el alma y el cuerpo del resucitado se refundían de nuevo, cómo el ánima volvía a engrasar todos los engranajes de aquella carcasa ya amenazado por la descomposición.
Ya estaba hecho.
Pero no se levantó.
Volví a alzar los brazos que había bajado confiado mientras oía los pensamientos de los presentes. Me concentré y grité la orden:
-¡Levántate y anda!
Lázaro seguía inmóvil.
Mierda.
Algo fallaba. Me puse en contacto con Mi Padre y le inquirí sobre lo que en aquel recinto estaba pasando. Me respondió que todo debería haber salido bien. Que no habíamos encontrado ningún problema en el proceso.
Mierda.
Me acerqué al que tenía que haber resucitado. Lo toqué. Había calor en su cuerpo. Tendría que estar ya vivo.
Pero no se movía.
Traje algunas nubes que comenzaron a escupir rayos. Estaba muy contrariado, y no estaba de más que los demás lo supieran.
-¡¡¡¡LÁZARO, LEVÁNTATE Y ANDA!!!!
Nada.
Todos se miraban con el estupor dibujado en sus ojos. Yo miraba al cadáver.
Cuatro de mis apóstoles estaban viendo cómo hacía el ridículo.
No quería echar más tierra sobre mi actuación. Me dirigí a la esposa del fallecido:
-Mi Padre aún lo necesita a su lado en el cielo de los justos. Pero en verdad os digo –miré al resto- que antes de que pasen tres días este hombre volverá a estar con vosotros.
Ya hablaría yo con Mi Padre.
Me estaba girando para salir a la calle cuando empezó la risita.
Surgió del silencio ominoso en el que me encontraba inmerso y atrajo la atención de todos. Lázaro se había llevado una mano a la boca y de allí se le escapaban aquellas minúsculas carcajadas.
-Lo siento, maestro. Ha vuelto a la vida, y justo antes de entrar en este cuerpo he visto la solemnidad del momento y he querido aportar una gota de humor.
Una gota de humor. Maldito libre albedrío.
Con el parpadeo del ojo izquierdo hice que sus poros se abrieran en un bostezo sin final, se abrieran y acabaran haciendo desaparecer la piel, dejando a la luz un mar de venas entrelazadas de color rojo. Poco a poco la sangre se fue secando, obediente a mi mandato. Un momento después los dientes del desgraciado salieron disparados. Algunos quedaron clavados en el techo. Luego hice que sus ojos se secaran, cautericé su piel hasta hacerlo una costra ennegrecida y fundí sus dos piernas en una, varicosa y llena de pústulas.
-Levántate y anda.
A mis palabras, Lázaro, deshecha su mente, se puso torpemente en pie sobre su único apoyo y se acercó saltando a su esposa, que se desmayó cuando vio de cerca el engendro en el que se había convertido su esposo.
Salí de allí.
Mi milagro ya se había llevado a cabo.
Pronuncié las palabras con seguridad y firmeza. No muy alto, ya que éramos tres personas en la habitación, pero sí lo suficiente como para que lo oyeran las gentes que se habían agolpado en la ventana.
Le había hablado a algunos de mis seguidores de mi próximo milagro, y ellos se habían ofrecido a anunciar la buena nueva. Un poco de público no me iría nada mal, tal y como se estaban desarrollando los acontecimientos.
Pude ver cómo el hálito vital de Lázaro volvía renqueante a su cáscara todavía vacía. Le mostré el camino de entrada, y sólo yo pude ser consciente del temblor imperceptible que recorrió el cuerpo del ya no muerto.
Sentía la expectación que el milagro estaba despertando en la chusma. No todo el mundo seguía aún mis enseñanzas. Por eso me prestaba a tan fatuos juegos de prestidigitación.
Son las desventajas de nacer Hijo del Altísimo.
Repetí la orden:
-Levántate y anda.
Noté cómo el alma y el cuerpo del resucitado se refundían de nuevo, cómo el ánima volvía a engrasar todos los engranajes de aquella carcasa ya amenazado por la descomposición.
Ya estaba hecho.
Pero no se levantó.
Volví a alzar los brazos que había bajado confiado mientras oía los pensamientos de los presentes. Me concentré y grité la orden:
-¡Levántate y anda!
Lázaro seguía inmóvil.
Mierda.
Algo fallaba. Me puse en contacto con Mi Padre y le inquirí sobre lo que en aquel recinto estaba pasando. Me respondió que todo debería haber salido bien. Que no habíamos encontrado ningún problema en el proceso.
Mierda.
Me acerqué al que tenía que haber resucitado. Lo toqué. Había calor en su cuerpo. Tendría que estar ya vivo.
Pero no se movía.
Traje algunas nubes que comenzaron a escupir rayos. Estaba muy contrariado, y no estaba de más que los demás lo supieran.
-¡¡¡¡LÁZARO, LEVÁNTATE Y ANDA!!!!
Nada.
Todos se miraban con el estupor dibujado en sus ojos. Yo miraba al cadáver.
Cuatro de mis apóstoles estaban viendo cómo hacía el ridículo.
No quería echar más tierra sobre mi actuación. Me dirigí a la esposa del fallecido:
-Mi Padre aún lo necesita a su lado en el cielo de los justos. Pero en verdad os digo –miré al resto- que antes de que pasen tres días este hombre volverá a estar con vosotros.
Ya hablaría yo con Mi Padre.
Me estaba girando para salir a la calle cuando empezó la risita.
Surgió del silencio ominoso en el que me encontraba inmerso y atrajo la atención de todos. Lázaro se había llevado una mano a la boca y de allí se le escapaban aquellas minúsculas carcajadas.
-Lo siento, maestro. Ha vuelto a la vida, y justo antes de entrar en este cuerpo he visto la solemnidad del momento y he querido aportar una gota de humor.
Una gota de humor. Maldito libre albedrío.
Con el parpadeo del ojo izquierdo hice que sus poros se abrieran en un bostezo sin final, se abrieran y acabaran haciendo desaparecer la piel, dejando a la luz un mar de venas entrelazadas de color rojo. Poco a poco la sangre se fue secando, obediente a mi mandato. Un momento después los dientes del desgraciado salieron disparados. Algunos quedaron clavados en el techo. Luego hice que sus ojos se secaran, cautericé su piel hasta hacerlo una costra ennegrecida y fundí sus dos piernas en una, varicosa y llena de pústulas.
-Levántate y anda.
A mis palabras, Lázaro, deshecha su mente, se puso torpemente en pie sobre su único apoyo y se acercó saltando a su esposa, que se desmayó cuando vio de cerca el engendro en el que se había convertido su esposo.
Salí de allí.
Mi milagro ya se había llevado a cabo.