Rameras
Hubo un tiempo en el que no fuimos Trino. Uno reinaba y gobernaba desde la rabia, el miedo y la crispación. Eran los tiempos en que los sacrificios los hacíais vosotros, en que Nosotros éramos los reverenciados. Pero mi Padre se aburría. La parte que era Él deseaba enrevesar la liturgia con sinsentidos. Quería vuestra fe ciega, desnuda, desprovista de lógica.
Nos separó.
Yo tomé la forma del Hijo. Y me hice carne.
Y como carne mortal que fui se me presentaron deseos e inquietudes por las que no había imaginado pasar. Mis músculos me dolían tras realizar esfuerzos desacostumbrados. Mi boca se secaba ante el asesino sol. Mi frente se licuaba en sudor que florecía al pisar el suelo. Sentí hambre. Frío. Desolación.
Pero hubo algo para lo que no estaba preparado.
Entre mis piernas había crecido la masculinidad que me equiparaba a vosotros. Fui poseedor de un pene carnívoro, henchido y recorrido por venas que portaban ambrosía. Y mi pene reclamaba su reinado en la tierra.
Mi primera erección la tuve a los doce años. Entre mis piernas se irguió el templo de la alianza. Y lo porté durante la mayor parte del día. No me sentí cómodo, ni con ésa ni con las siguientes. Pensé que el Hijo de Dios, Dios mismo, no podía tener inclinaciones terrenales. Pero era humano, y mi humanidad me consumía. Así que me dejé llevar por la brisa lujuriosa de la juventud. Y gocé.
No era un amante torpe. Nací para el Amor espiritual, pero el físico, ayudado por mi omnipotencia, tampoco supuso impedimento para mí. Conocí a multitud de mujeres, a más de una simultáneamente, y nunca tuve una queja ni una mirada de desagrado. Me metía en ellas por todos sus poros, sus recovecos fueron recorridos por mi omnipresencia, y calmaba sus almas y sus carcasas con el mismo movimiento. Pude dejar hijos, pero preferí que mi simiente fuese estéril, inútil, para hacer más exagerado Nuestro sacrificio.
Pero en verdad os digo que cuando me crucificaron, antes de abandonar mi cuerpo, cubierto de sangre, mi última respuesta fue una erección de la que brotó confusión para mis captores, y pavor para los que asistieron a mi muerte en este vuestro valle de lágrimas.
Nos separó.
Yo tomé la forma del Hijo. Y me hice carne.
Y como carne mortal que fui se me presentaron deseos e inquietudes por las que no había imaginado pasar. Mis músculos me dolían tras realizar esfuerzos desacostumbrados. Mi boca se secaba ante el asesino sol. Mi frente se licuaba en sudor que florecía al pisar el suelo. Sentí hambre. Frío. Desolación.
Pero hubo algo para lo que no estaba preparado.
Entre mis piernas había crecido la masculinidad que me equiparaba a vosotros. Fui poseedor de un pene carnívoro, henchido y recorrido por venas que portaban ambrosía. Y mi pene reclamaba su reinado en la tierra.
Mi primera erección la tuve a los doce años. Entre mis piernas se irguió el templo de la alianza. Y lo porté durante la mayor parte del día. No me sentí cómodo, ni con ésa ni con las siguientes. Pensé que el Hijo de Dios, Dios mismo, no podía tener inclinaciones terrenales. Pero era humano, y mi humanidad me consumía. Así que me dejé llevar por la brisa lujuriosa de la juventud. Y gocé.
No era un amante torpe. Nací para el Amor espiritual, pero el físico, ayudado por mi omnipotencia, tampoco supuso impedimento para mí. Conocí a multitud de mujeres, a más de una simultáneamente, y nunca tuve una queja ni una mirada de desagrado. Me metía en ellas por todos sus poros, sus recovecos fueron recorridos por mi omnipresencia, y calmaba sus almas y sus carcasas con el mismo movimiento. Pude dejar hijos, pero preferí que mi simiente fuese estéril, inútil, para hacer más exagerado Nuestro sacrificio.
Pero en verdad os digo que cuando me crucificaron, antes de abandonar mi cuerpo, cubierto de sangre, mi última respuesta fue una erección de la que brotó confusión para mis captores, y pavor para los que asistieron a mi muerte en este vuestro valle de lágrimas.