20050204

El lobo de Dios

Ahora que habéis digerido multitud de dulces de ingredientes empalagosos en mi nombre.
Ahora que habéis atiborrado a vuestras crías de juguetes cada vez más en consonancia con los que os gobiernan.
Ahora que suspiráis por el dinero malgastado en una quincena patrocinada por los mercaderes.
Ahora que guardaréis durante un año figuritas de plástico representativas de un nacimiento idílico -el mío- que nunca tuvo lugar de esa manera.
Ahora, Yo os digo:
Mi nacimiento no se desarrolló de una forma bucólica e incruenta. Conmigo el Verbo se hizo carne, y con la carne vinieron la sangre y el dolor.
El carpintero forzó a mi madre a huir con él porque no soportaba las habladurías que lo tildaban de medio hombre, pues se conoció que en la concepción del hijo de su esposa -Yo- él no contribuyó de ninguna de las maneras. Quiso castigar a María separándola de su familia. Y en Belén mi madre le avisó de mi llegada. Pero él fue incapaz de pedir alojo para que su mujer diese a luz a la Luz del mundo en un lugar con una higiene mínima. Aprovechó un pesebre vacío, y, como furtivos, esperaron mi llegada al mundo. Y allí, entre pajas, frío y humedad, nací. El carpintero decía -aún recuerdo sus palabras exactas- que si en verdad era Yo el hijo de Dios sobreviviría a esa prueba.
El camino de mi nacimiento era angosto, estrecho y cálido. Fui perfectamente consciente del momento en el que desgarré el himen de mi madre hasta ese momento virgen, cómo la sangre, suya y mía, permitía con su lubricación mi nacimiento, y cómo desde aquel incesto sagrado pude observar, ceñudo todavía, el verdadero rostro del carpintero.
De hecho, aquella misma noche, mientras dormía (porque tuvo la desfachatez de dormir con su mujer recién parida y a punto de la hemorragia), el carpintero pudo comprobar que el mensaje que le habían predicado sobre mí no era el correcto. Yo no iba a ser el cordero de Dios que quitara el pecado del mundo.
Yo iba a ser el lobo de Dios que acabaría con el mundo por sus pecados.